Suena extraño, pero importantes procesos de Change Management se implementan evitando cuidadosamente introducir la palabra cambio. ¿Cuáles son las razones?
Caso 1: reunión con la filial argentina de una empresa global, que desde su sede central impulsa una nueva estrategia para estar más cerca del cliente: modificaciones en la estructura, nuevos procesos, una nueva plataforma tecnológica. A la vez, la oficina local tiene nuevo CEO. Comienzo a plantear la mejor manera de abordar esos cambios. De inmediato, me encuentro con esta respuesta: “No hablamos de cambio, el cambio ya está, no hay que gestionar el cambio, en todo caso hablemos de reforzamiento de la mesa directiva”.
Caso 2: ex empresa familiar en proceso de profesionalización. Necesita transformar prácticamente todo. Lo que denominamos un cambio cultural. Se comienza a trabajar sobre un diagnóstico. A la hora de referirnos a eso, surge la misma actitud que en el cliente anterior: “No podemos hablar de cambio cultural. Hablemos de ‘cultura antes y cultura después’”.
Caso 3: por una adquisición concretada fronteras afuera, filial argentina pasa de representar el 1% de la operación global de su antigua corporación a generar el 35% del negocio de su nueva controlante. De un día para otro, se convierte en cabeza de ratón. ¿Un cambio rotundo? Seguro. ¿Podemos decirlo? De ninguna manera. “Vamos a hablar en estos términos: ‘máximo impacto, mínimo cambio’”, es la postura de mi interlocutor.
Estas son apenas tres de las situaciones que constantemente se plantean con los clientes que se aprestan a encarar inequívocos procesos de cambio. Llaman la atención las contorsiones dialécticas a las que apelan para no pronunciar la palabra que naturalmente correspondería.
Mi experiencia como consultora me indica que, si bien todos los requerimientos que nos llegan están vinculados efectivamente con procesos de cambio, los responsables de implementar estos procesos en las organizaciones necesitan generar algún “atajo simbólico” que de alguna manera les permita transitar ese cambio sin mencionarlo.
Si bien el cambio está aceptado y asumido de modo tal que ha pasado a ser un telón de fondo, algo constante, necesario, inexorable, no se puede hablar directamente de él: se convirtió en lo que denominamos un “innombrable”.
Aun en temas tan sensibles como por ejemplo el abordaje de cambio organizacional o de cultura de la empresa, donde hasta se replantea qué comportamientos se valoran o qué tipos de capacidades deben adquirirse, casos donde claramente se están afrontando procesos de cambio profundos, se dice “estamos trabajando en un proceso de transformación”.
¿Por qué sucede esto? Es evidente que la palabra cambio genera una resistencia, se presenta como algo que es incómodo. Hablar de cambio implica expresar que hay cosas que dejan de ser para que surjan otras. El concepto de cambio remite a reemplazo, mientras que el de transformación alude más a ciertos hechos que se van sucediendo, pero sin representar un ataque a la identidad: ya no dejo de ser, sino que voy siendo cosas diferentes.
En definitiva: en un mundo que se encuentra en constante cambio -con perdón de la expresión-, donde las personas deben generar mayor resiliencia para adaptarse y aprender el manejo de situaciones nuevas, se sienten más cómodas cuando la palabra tan temida no aparece. Es una circunstancia con la que convivimos y trabajamos, sin desviarnos del objetivo clave: construir con los clientes el sentido o el propósito de la transformación en la que viven. Y no enmarañarnos en la semántica de las palabras.